domingo, 15 de mayo de 2011

No t rías, que es peor

Soy un cosmopolita, y cada día un poco más. Y cuanto más cosmopolita me vuelvo menos entiendo y más gracia me hacen los nacionalistas. Iba hoy en avión desde el Aeropuerto de Valladolid al de Barcelona, leyendo un libro de José Enrique Ruiz-Domèneq titulado "Europa". No se escornó con el título pues precisamente de este nuestro continente habla el libro, y más concretamente de su azarosa historia. En un punto, el autor se definía como cosmopolita, apartándose de todas esas tesis nacionalistas que tan en boga están actualmente. Y me hace gracia como definía a los localistas: "¡Mi Catedral es mejor que la tuya!", eso a un leonés como yo, le toca de lleno, cuantas veces no lo habré dicho, y andando el tiempo pensado, y andado aún más descartado, porque te das cuenta de que, también en el arte, ciertas comparaciones son odiosas, y basadas en la ignorancia, y de ello me di cuenta cuando conocí otras como las de Notre-Dame de París, la Sainte Chapelle, la de Reims o la de Amiens -y odio reconocer que, pese a la cercanía a mi residencia actual, aún no conozco la de Burgos-. El nacionalismo es otra forma de localismo a mayor escala, subjetivo y basado, en una gran parte en la ignorancia de lo ajeno (y de lo ajeno al miedo hay un paso, el miedo a lo desconocido, y en palabras que titulan una gran obra que también alumbra el tema, de Tsvetan Todorov: "El miedo a los bárbaros" -los otros, en griego antiguo-, y en el resto se basa en el egoísmo: quiero lo mejor para mi y los míos, y los demás, que se jodan -hablando en plata, y plata es lo que mueve en gran parte al nacionalista-. Es curioso que sea la solidaridad entre los pueblos, además del arte y la cultura, lo más grande que haya alumbrado Europa, y que unos pocos idiotas, la desprecien de la manera que lo hacen. Por poner un símil náutico, estos son de los que si se hunde el barco en el que viajan gritarían: a los botes, los nacionalistas primero, luego las mujeres y los niños de estos, y después el resto que se arreglen como buenamente puedan. Por obras como estas que he nombrado, y por muchas otras, cada día estoy más convencido de que el nacionalismo es el camino de los cortos de vista, los egoístas o los carentes de personalidad, mundo y vivencias. No en vano, el nacionalismo se cura viajando, que decía alguien más entendido que yo. 
Venía masticando estas cosas en la cabeza, y un chicle en la boca -después de decenas de vuelos me sigue aterrando volar, y para no desgastar esmalte mastico chicle-, cuando en el trayecto desde El Prat a Plaza Cataluña, mirando a uno y otro lado, sólo veía que banderolas colgando de las farolas con un mensaje "t'rias" la te en rojo y el resto en negro, en alusión al candidato de CiU a la alcaldía de esta hermosa ciudad que es Barcelona. Nacionalista él. Y me ha salido un juego de palabras cuando el demócrata que llevo dentro ha ganado al cosmopolita que duerme a su lado, y me he dicho -o les he dicho a ambos, que son yo-: "No seas malo, no t rías". 
También, por reconocer en mi recorrido de esta tarde alguno de los lugares del periplo del autobús barcelonista sobre el que celebraba ayer el título de Liga el F. C. Barcelona -merecido, este sí, todo hay que decirlo- se me vino a la mente el cartel que encabezaba la expedición: "Llorca al nostre cor". Muy bien, hay que estar con los damnificados por una terrible tragedia, eso les honra, aunque más les hubiese honrado suspender las celebraciones en tan funesto momento, porque poner ese cartel y bañarlo con champán, gritos y jolgorio... en fin, no es el tema que me ocupa, aunque sí me preocupa. ¿Llorca? por favor, y luego son los nacionalistas los primeros que se soliviantan cuando les cambian el nombre, recordemos a Carod Rovira reivindicando su Josep Lluís aquí y en la China popular. Al nacionalista -que seguro que lo era- que escribió la pancarta habría que recordarle un detallito: Lorca es Lorca, en Lorca, en Barcelona y en la China Popular.

Ahora que arrasa la globalización, algunos están por invertir en grupos de bailes regionales y política lingüística excluyente... allá cada cual, así nunca saldremos del pozo en el que estamos, pero los jerifaltes de los partidos nacionalistas, en tanto en cuanto no cambie la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, que no cambiará porque necesitamos su concurso para ello, seguirán siendo los primeros que beban del caldero que sale de ese pozo. Y los demás, lo dicho, que se jodan y se las arreglen como buenamente puedan. 


domingo, 1 de mayo de 2011

Bodas irreales

Las ansias de Kate por hacer feliz a Guillermo justificaron el 
que la pareja se fuera de luna de miel con urgencia en helicóptero
Se nos ha casado William, flamante Duque de Cambridge, hijo de la mediática Lady Di y del menos fotogénico príncipe Carlos -pena de Quevedo, que, de ser coetáneo hubiera pegado un hombre a dos orejas, en taurina hipérbole-. La parrilla de la TDT, retransmisión de la ceremonia aparte, se ha llenado de documentales sobre la vida y milagros del segundo en la línea sucesoria al trono de Su Graciosa Majestad, que paradójicamente tiene menos gracia que el pitido de un despertador. Y también sobre su consorte que, según los medios del ramo, llamados del corazón pero que, como suele apostillar Carlos Fisas, apuntan más abajo, ha pasado de plebeya -palabra que utilizan como si de una patología pestilente se tratase- a princesa. Poco menos que aquí la rana ha sido besada por el príncipe rompiendo su crisálida anfibia y convirtiéndose en princesa. Para ser una rana, era muy resultona antes del royal kiss, pese a que los medios sensacionalistas que recogen las peripecias de estos chavales extraordinarios y otros de corte Thyssen, Rivera o Martínez-Bordiú, verbi gratia, no se percataran del asunto -los mortales sólo existimos para ellos en tanto en cuanto entramos en la órbita -o alcoba- de algún celebrity. Incluso algunos de esos documentales se atrevieron a asegurar que le eventual futura reina de la Common Wealth, cuando era más joven era más bien feuca, transformándose luego en la Kate con la que Guillermito va a compartir almohada. Ya ves, como si fuera otra tara, otros somos feos desde siempre, e incluso es común la transformación en sentido inverso -normalmente con ayuda de bollería o cirugía estética en exceso-. 
Me trae el aparejo al pairo el que el Número 2 británico se case con la señorita en cuestión, tanto como la boda que parece estar teniendo lugar en la Iglesia que bendijeron a unos 500 metros de mis aposentos. Lo que me toca las fibras -las que me aporta el bífidus activo incluidas- es que 2.000 millones de personas se olviden de los problemas que llueven en estos tiempos, y se queden anonadados ante el televisor viendo como estos dos polluelos se casan y después salen del nido en helicóptero hacia algún paraíso para perpetrar con dinero público su acaramelada luna de miel -puke rainbows-. Y lo que ya me afina del todo las fibras es que la información sobre el enlace del chaval extraordinario, más campechano si cabe que nuestro Monarca, según lo pintan los documentales, de estos que pese a tenerlo todo resuelto quieren vivir una presunta y modesta "vida normal" -han decidido residir en una isla galesa, para que siga con su curro de salvamento marítimo el vástago de Buckinham Palace, ya digo, un chaval extraordinario-, pues resulta que en los telediarios de este nuestro país de la piruleta y pandereta en ristre, sea prioritaria frente a la escandalosa cifra de parados a la que estamos llegando. Será que ante las ociosas perspectivas, nuestros casi cinco millones de parados se han centrado, para evadirse, en la importancia y trascendencia del matrimonio perpetrado en la Westminster Abey. Es eso, o que nos hemos vuelto tontos del todo. La culpa la tendrán Walt Disney, sus princesas y los cuentos de nuestras infancias, pero no exime de estupidez el querer evadirse de la realidad de cada día viendo lo bonita y redonda que -presuntamente- es la vida de nuestros próceres europeos, británicos, suecos, holandeses, belgas, monegascos, o made in Spain, que no olvidemos nuestros antezedentes -con Z, como Letizia- patrios. 
Parece que a pocos nos queda claro que las bodas reales son bodas irreales, en el sentido de que no responden a lo que es una boda en la realidad de los que somos castigados por la prensa rosa con el adjetivo de plebeyos, como si viviéramos aún hoy en el Antiguo Régimen. La realidad es la que es, y que el Duque de Cambridge se case, desde luego no la cambia para mejor. 

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