domingo, 1 de mayo de 2011

Bodas irreales

Las ansias de Kate por hacer feliz a Guillermo justificaron el 
que la pareja se fuera de luna de miel con urgencia en helicóptero
Se nos ha casado William, flamante Duque de Cambridge, hijo de la mediática Lady Di y del menos fotogénico príncipe Carlos -pena de Quevedo, que, de ser coetáneo hubiera pegado un hombre a dos orejas, en taurina hipérbole-. La parrilla de la TDT, retransmisión de la ceremonia aparte, se ha llenado de documentales sobre la vida y milagros del segundo en la línea sucesoria al trono de Su Graciosa Majestad, que paradójicamente tiene menos gracia que el pitido de un despertador. Y también sobre su consorte que, según los medios del ramo, llamados del corazón pero que, como suele apostillar Carlos Fisas, apuntan más abajo, ha pasado de plebeya -palabra que utilizan como si de una patología pestilente se tratase- a princesa. Poco menos que aquí la rana ha sido besada por el príncipe rompiendo su crisálida anfibia y convirtiéndose en princesa. Para ser una rana, era muy resultona antes del royal kiss, pese a que los medios sensacionalistas que recogen las peripecias de estos chavales extraordinarios y otros de corte Thyssen, Rivera o Martínez-Bordiú, verbi gratia, no se percataran del asunto -los mortales sólo existimos para ellos en tanto en cuanto entramos en la órbita -o alcoba- de algún celebrity. Incluso algunos de esos documentales se atrevieron a asegurar que le eventual futura reina de la Common Wealth, cuando era más joven era más bien feuca, transformándose luego en la Kate con la que Guillermito va a compartir almohada. Ya ves, como si fuera otra tara, otros somos feos desde siempre, e incluso es común la transformación en sentido inverso -normalmente con ayuda de bollería o cirugía estética en exceso-. 
Me trae el aparejo al pairo el que el Número 2 británico se case con la señorita en cuestión, tanto como la boda que parece estar teniendo lugar en la Iglesia que bendijeron a unos 500 metros de mis aposentos. Lo que me toca las fibras -las que me aporta el bífidus activo incluidas- es que 2.000 millones de personas se olviden de los problemas que llueven en estos tiempos, y se queden anonadados ante el televisor viendo como estos dos polluelos se casan y después salen del nido en helicóptero hacia algún paraíso para perpetrar con dinero público su acaramelada luna de miel -puke rainbows-. Y lo que ya me afina del todo las fibras es que la información sobre el enlace del chaval extraordinario, más campechano si cabe que nuestro Monarca, según lo pintan los documentales, de estos que pese a tenerlo todo resuelto quieren vivir una presunta y modesta "vida normal" -han decidido residir en una isla galesa, para que siga con su curro de salvamento marítimo el vástago de Buckinham Palace, ya digo, un chaval extraordinario-, pues resulta que en los telediarios de este nuestro país de la piruleta y pandereta en ristre, sea prioritaria frente a la escandalosa cifra de parados a la que estamos llegando. Será que ante las ociosas perspectivas, nuestros casi cinco millones de parados se han centrado, para evadirse, en la importancia y trascendencia del matrimonio perpetrado en la Westminster Abey. Es eso, o que nos hemos vuelto tontos del todo. La culpa la tendrán Walt Disney, sus princesas y los cuentos de nuestras infancias, pero no exime de estupidez el querer evadirse de la realidad de cada día viendo lo bonita y redonda que -presuntamente- es la vida de nuestros próceres europeos, británicos, suecos, holandeses, belgas, monegascos, o made in Spain, que no olvidemos nuestros antezedentes -con Z, como Letizia- patrios. 
Parece que a pocos nos queda claro que las bodas reales son bodas irreales, en el sentido de que no responden a lo que es una boda en la realidad de los que somos castigados por la prensa rosa con el adjetivo de plebeyos, como si viviéramos aún hoy en el Antiguo Régimen. La realidad es la que es, y que el Duque de Cambridge se case, desde luego no la cambia para mejor. 

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