viernes, 3 de diciembre de 2010

Las croquetas no se inmutan

Como todos los días entro en el bar a media mañana a tomar la caña de rigor y norma. La parroquia es cada vez menos numerosa, la mayoría han desertado, cambiando los vinos de la mañana por el más económico botellín de Mahou en el cálido, pero solitario, sofá de casa, porque ya no tienen el apremio de los veinte minutos para almorzar reconocidos por convenio colectivo de su ramo de trabajo, que ya no conservan. Veo un plato con doradas croquetas, que ya me imagino crujiendo entre mis dientes, pido mi caña, me la están sirviendo, y me decido a pedir un par de croquetas, pero la tentativa no se consuma, entra un parroquiano, y saluda de malos modos, mirándome de los zapatos a la corbata. No se por qué, pero esa mirada me hace sentirme culpable por un delito que, de seguro, yo no he cometido. El hosco cliente habla: 
- Vaya mañana maja -se dirige en exclusiva a la camarera- ponme un vinito, pero de Ribera nada, que parece que va a haber que ahorrarse hasta las costumbres. 
-¿Y eso?- responde ella, empujada más por la inercia que por el interés- ¿Qué te duele hoy?
- Creo que el culo, porque me lo han puesto bien, me han incluido en uno de esos ERE's de su puta madre y me voy a la empresa más grande de España, el paro. 
- Vaya putada, pero si llevabas ahí veinticinco años o más. 
- Veintiocho, más tres meses que como agradecimiento por los servicios prestados, aún no me han pagado. 
- Cojones tiene, y ahora ¿qué vas a hacer? 
- Cobraré la indemnización y me pondré a hacer cuentas. Pero con el jodido Zapatero este, me las veo crudas, les da vía libre para mandarnos a casa cobrando menos, nos sube de paso los impuestos, y lo que son alternativas no da ninguna, que yo sepa. 
El hombre hosco le hecha la culpa de lo que pasa a Zapatero, Zapatero a los mercados internacionales, pero estos no tienen cara ni culo, por mucho que den por él, y contra quien no tiene ni lo uno, ni lo otro, no valen bofetadas ni patadas, sólo frustración. 
Las croquetas siguen en su plato, sin inmutarse ni cambiarles el color, más frías si cabe, indiferentes al drama de un currante que, por edad, probablemente nunca vuelva a serlo. No se por qué, pero ahora me parece una ofensa pedir dos croquetas ¡que derroche!, no sea que mañana me las vea como el hombre hosco y tenga que incluirlas en los gastos a detraer de la indemnización de mi despido. No es mi situación, ni creo que lo sea, pero sí la de cientos de personas que tengo cerca (sí, he dicho cientos), y de miles que me quedan más lejos. Ya no quiero las croquetas, estarán frías, y dada la situación, seguro que vacías, porque la bechamel se cotiza al alza en el mercado global de futuros y opciones sobre el relleno de croquetas caseras, cuyo parqué no se halla pulido como el de las grandes Bolsas, sino cubierto de colillas, servilletas y palillos, pero que es igual de implacable que el de aquellos templos de la especulación. 

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